Wilfred el lobo que no ataco a Caperucita
Esta que
os voy a contar, es la verdadera historia que le sucedió a Wilfred, el
lobo que se encontró con Caperucita y a la que en contra de lo que todos
dicen, nunca llegó a ponerle una pata encima.
Un día de primavera, mientras todos
correteaban felices por el bosque, un ruido resonó por todos los
confines del mismo. Ruido, que provenía del estómago de Wilfred, un lobo
con tan mala suerte, que llevaba días sin poder echarse nada a la boca.
Tan hambriento estaba, que se prometió a
sí mismo, atacar al primer ser que apareciera ante sus ojos. En esas
circunstancias se encontraba, cuando por el camino emergió la figura de
una niña con una capucha roja y una cesta de la que salía un olor muy
apetitoso.
Sin pensárselo dos veces, el lobo Wilfred, salió de su escondite y plantándose en medio del camino le dijo:
-¿Dónde va una niña tan pequeña por un lugar tan peligroso?
-Voy a casa de mi abuelita, para llevarle esta tarta que le ha hecho mi mamá y algunos frutos que yo he recolectado para ella.
-¿Una tarta? –dijo el lobo, mientras su tripa rugió como un león y miraba la cesta con deseo-
- Sí, de nueces y nata. ¿Te gustaría probarla?
-Nada me gustaría más en esta vida.
Y así fue, como el lobo pudo llenar su barriga, sin tener que cometer ninguna fechoría
ELLA Y YO
Ella nunca me engañaba; en cambio,
yo era lo único que sabía hacer. Ella tenía la extraña costumbre de
quererme y decírmelo. Yo, en cambio, sólo la quería.
Cierta vez me leyó el cuento de un enano cuya avaricia lo llevaba a
quedarse completamente solo. Recuerdo que escuché esa historia mientras
una ola de profundo temor se apoderaba de todo mi ser. Al concluir la
narración, ella me dijo:
—Lo mismo te pasará a ti, si no dejas de mentir. A las personas no
les gusta que les mientan y, tarde o temprano, se cansan de dar
oportunidades.
Me calaron tan profundo sus palabras que durante meses procuré no
esconderme detrás de mis mentiras, cosa bastante difícil y aburrida para
mí. Dejé de quedarme con el vuelto de mi madre y de decirle a mi
hermano pequeño que si no se dormía vendría un hombre muy malvado y se
lo llevaría con él. Mi vida se tornó algo aburrida, es cierto. Pero
sentía un gran alivio por saber que jamás me quedaría sola; que ella no
dejaría de quererme.
Una tarde, ella me dijo que había visto asomarse de la copa del
enorme plátano un sombrerito verde, como el que llevan los gnomos.
—Seguramente es el enano, y ahí arriba debe tener su tesoro. Si
subes, quizás puedas traer algunas monedas para comprar chucherías.
—Pero, ¡no digas tonterías! Eso no puede ser cierto.
—¿No me crees?
¡Claro que le creía! Era todo cuanto sabía hacer: creerle. A tal
punto llegaba mi fe en ella que, sin dudarlo, comencé a subir hacia la
alta copa. Ella se quedó abajo, observando el ritmo cadencioso de mis
pies sobre el enorme tronco.
Todo iba muy bien, hasta que vi cómo el cielo se caía sobre mi
cabeza. Entonces, una inmensa ola de frío me atrapó y perdí el
equilibrio.
Cuando meses más tarde pude recuperarme de la lesión y volver a
corretear, volví a intentarlo. No quería que ella siquiera imaginara que
no había creído su historia. Esta vez sin que aconteciera ningún
incidente, conseguí llegar hasta la copa. No había ni caja, ni tesoro,
ni gnomo, ni siquiera un sombrero verde. Seguramente ha pasado demasiado
tiempo, me dije mientras bajaba desilusionada. Sabía que ella jamás me
engañaría.